La filosofía es arma de destrucción masiva. Dinamita los mitos de los que las masas se alimentan, que producen identidad, bajo cuyo peso muerto los individuos quedan diluidos. Es guerra contra el relativismo y el dogmatismo. Es defensa contra la confusión del lenguaje común, periodístico, político, contra la fuerza ciega de la masa, pues la masa no puede filosofar. El enemigo es la estupidez, que, como Dios, está en todas partes y en uno mismo. El yo es idiota. Escribo por destruir.
El autor
domingo, 29 de abril de 2018
Artículo en LD para celebrar los 10 años de El profesor en la trinchera
Artículo en Libertad Digital para celebrar los 10 años de El profesor en la trinchera
Trabajar en la enseñanza fue un impacto contra el mundo real que
aturdía a los que salían limpios e ingenuos del oasis peterpanesco de la Universidad. Diez años en esa jungla, inmerso en
la batalla diaria contra la burocracia, la estupidez propia y la ignorancia
ajena, me llevaron, guiado por ciertas lecturas esenciales, a un libro. Un
libro cuyo título juega con la metáfora bélica, El profesor en la trinchera, un modesto tributo actualizado al
Heráclito que con lucidez inflexible ve que “la guerra es el padre de todas las
cosas” y a la caverna platónica. Escribir ese libro en ese momento me permitió
arrojar algo de luz, para alumbrar la oscuridad como quiere la alegoría
cavernaria del padre de la Filosofía, sobre esa actividad tensa y fascinante a
la que fui arrojado por el principio de realidad. Enseñar. Anomalía degradada a
mera acogida, a guardería administrativa. El profesor es hoy una suerte de
notario que, en muchos casos, intentando enseñar, se obstina en contradecir la
función burocrática de simple carcelero-entertainer
a tiempo parcial que se le ha asignado y a la que se le ha condenado para
cuidar de esos mutantes que son los adolescentes en cuerpos de adulto, con
vicios de adulto, Telémacos sin Ulises que les guíe ni Mentor con autoridad
suficiente. Una infancia viral propagada a mayor gloria de la indigencia
escolar y el reino del todo vale. La ley del 90 convirtió en heroicidad estéril
la rebeldía necesaria de transmitir conocimientos, de adiestrar en el
pensamiento con el instrumental que la tradición griega desató. Confinó el acto
del aprendizaje en los márgenes de la insumisión. Para los alumnos que osan
aprender, resistir el empuje de la ignorancia, en un sistema que la incentiva, es
más valioso aún que la fortaleza del profesor que por responsabilidad
profesional, conocimiento o costumbre, sigue tratando de dar clase.
El libro, escrito con afán divulgador, sello de la editorial que
lo publicó, se sostiene sobre un bagaje académico clásico que aporta
combustible a la crítica, con vocación desenfadada pero contundente, irónica pero
con rigor. Ese soporte clásico se ajusta, para ilustrar la denuncia de su
olvido, a los referentes populares de la cultura de masas de final de siglo XX
e inicios del XXI (algunos ejemplos de este procedimiento pueden encontrarse,
además de en el libro, en la plataforma didáctico-filosófica proyectotelemaco.com).
Por el libro desfilan Spiderman, Bart Simpson, Neo, zafándose de los cables de
Matrix…
En ese momento, ya circulaba por los ambientes editoriales
cercanos al mundo educativo un puñado de textos dentro de lo que podríamos
denominar literatura antipedagógica, convertida casi en un género ensayístico
especial, cuya característica común básica es la denuncia del pedagogismo
postmoderno, de la banalidad hecha institución al servicio de la desertización
de la enseñanza pública por medio del sofisticado ardid de vaciarla de su
contenido académico bajo la retórica de la igualdad y el marketing de la inclusión. Es lo que he denominado el
desplazamiento del concepto hacia el afecto, culminado con la subsunción material
del primero en el segundo. La pedagogía convertida en comisariado político de
la enseñanza pública, en Teología postmoderna de los afectos, ese amasijo que
constituye el alma verdadera del cristiano auténtico de hoy, el demócrata de
toda la vida. Para ello, sus autores solían recurrir también al pensamiento
clásico, griego, como arsenal de combate. Algunos de los más interesantes de
esta honrosa rebeldía clásica contra la imposición blanda de lo pedagógicamente
correcto, por ejemplo, Ricardo Moreno Castillo, Javier Orrico, Inger Enkvist, Gregorio
Luri, Xavier Pericay, José Penalva, Mercedes Ruiz Paz o, más recientemente,
Alberto Royo, fueron en muchos casos reducidos a las cenizas de lo facha, lo reaccionario,
acusados de nostálgicos del franquismo y de otras lindezas no menos
desprovistas de contenido conceptual alguno, meras etiquetas peyorativas con
las que se consiguió deshabilitar, en buena medida, el impacto público de estas
críticas indispensables para la salud de la enseñanza en España. El fenómeno
puede ser perfectamente explicado recurriendo a una de las claves del
pensamiento materialista de Espinosa, explícito en la proposición I de la parte
IV de la Ética: “Nada de lo que tiene
de positivo una idea falsa es suprimido por la presencia de lo verdadero, en
cuanto verdadero.” Su alcance es de tal potencia que en ella se encuentra una de
las bases del proceso de enseñanza. Se enseña por influencia (por poder). Si el
que ofrece el conocimiento no es más potente que el que necesita recibirlo, no
lo recibirá por muy cristalinas que sean las verdades mostradas. El
conocimiento sólo puede imponerse sobre lo imaginario, proyección especular,
fantasmal de lo afectivo, esa magma indiferenciado y despótico al que la
enseñanza fue desplazada, imponiéndose como sistema imaginario —y, por
extensión, afectivo— más fuerte, y no como conocimiento. Dicho de otro modo:
sólo se puede aprender geometría (la raíz de la racionalidad finita que estalla
en Grecia) cuando se obliga al niño, sin consulta previa, a aprender geometría.
Ignorar esto ha sido catastrófico en el campo de la enseñanza. Arrebatar al
profesor —función sin la cual es imposible aprender— su influencia (su auctoritas) en ese proceso es una de las
causas de la enfermedad. Pero acaso saberlo es imposible. Acaso entender este
pensamiento despiadado sea inasumible.
Año 2018. La destrucción de la enseñanza es una evidencia. Y esa
destrucción se produjo con una gran inversión económica. Se consumió una
importante cantidad de fondos públicos en su desertización. A más medios
económicos, más personal y mejores infraestructuras, peor enseñanza. A más libertades
políticas formales más ignorancia material generalizada. Los recortes
presupuestarios son pretextos de unos para no cambiar lo sustancial y de otros
para no atacar el problema de raíz de la enseñanza. Y no sólo los datos de los
informes internacionales prueban esta catástrofe. Cualquier profesor la vive a
diario. Cualquiera que revise la decadencia de la calidad de los libros de
texto y de la mengua de sus contenidos, lo sabe. Cabe sugerir medidas técnicas
que contengan su inercia, lejos de la trifulca partidista y epidérmica puramente
retórica que, como niebla esconde las causas del desastre. Cambiar el paradigma
desde sus bases conceptuales y técnicas parece un imposible. La LOMCE es una
renuncia a llevar a cabo ese trabajo. Ofrece arreglos coyunturales y propone
torpezas que revelan el corto alcance de su mirada. Pero no corrigen ni
detienen la deriva, como en otros países se intentó hace ya décadas ante lo
pernicioso de la pedagogía oficial del constructivismo hecho dogma de fe.
Una década después de la
publicación de aquel libro, el paisaje que predomina en las aulas de enseñanza
media en España ha confirmado nuestras peores sospechas. A los defectos
indicados en su momento se suman los inconvenientes de las nuevas adicciones
tecnológicas (sujetos encadenados a su teléfono móvil a cuya pantalla acuden,
incluso dentro del aula, como el asmático a la mascarilla de oxígeno, como el yonki a su siguiente dosis) y el arraigo
de una inercia que cada vez es más difícil de revertir. Además, se han propagado otros vicios inquietantes, como el
tratamiento de la infancia como patología que medicar (incluida oficialmente en
la LOMCE), la reducción de la enseñanza a espectáculo, a lo que hay que agregar
el desastre de la educación bajo los nacionalismos lingüísticos (se puede
encontrar un desarrollo de este problema en "La tiranía lingüística y sus cómplices", El Mundo, 17 de octubre de 2017).
Es el monopolio de la ignorancia alfabetizada y el triunfo del
populismo pedagógico ("Populismo
pedagógico", El Mundo, 21 de
febrero de 2018), el desagüe que evacúa la calidad escolar y condena a
perecer bajo el Síndrome de Telémaco
a los infantes abandonados a su narcisismo autista. La
ignorancia alfabetizada es la
condición de los sujetos en edad escolar, integrados administrativamente en el
sistema educativo de un Estado con alfabetización universal (con el título, sin
apenas valor real, de graduado en enseñanza obligatoria), que conservan a duras
penas los automatismos artesanales de recitar en alto textos escritos pero que,
en pocos casos, entienden su significado y, por tanto, apenas son capaces de
relacionar con referentes que vayan más allá de la playstation, Instagram o
el programa de televisión de moda. La mayoría de estos chicos sabe leer sin
saber leer.
Según afirma Christopher Lasch,
en 1979:
“La educación en
masa, que prometía democratizar la cultura, antes restringida a las clases
privilegiadas, acabó por embrutecer a los propios privilegiados. La sociedad
moderna, que ha logrado un nivel de educación formal sin precedentes, también
ha dado lugar a nuevas formas de ignorancia. A la gente le es cada vez más
difícil manejar su lengua con soltura y precisión, recordar los hechos
fundamentales de la historia de su país, realizar deducciones lógicas o
comprender textos escritos que no sean rudimentarios”
El mando a distancia o la
pantalla táctil del móvil son metáfora del espejismo de la libertad, esa
consciencia de los propios actos que, según Espinosa, genera la ilusión de la voluntad
libre, objetivada en un artefacto que simula poder (pero el poder está al otro
lado de la pantalla). La educación de la democracia no ha hecho más libres a
sus ciudadanos en ciernes. Los ha convencido de que lo son, lo cual es un
eficaz procedimiento para que amen su servidumbre, es decir, su ignorancia. El
mando a distancia, el móvil, la tele, el ordenador en propiedad, son esa
consciencia objetivada, ese artilugio con el que apagar al profesor. Habría,
por tanto, que parafrasear a Espinosa: “Los jóvenes se creen libres porque son
conscientes de que tienen el mando a distancia pero ignorantes de las causas
que los determinan a manejarlo.” La esclavitud masificada actual no elimina
opciones. Las pone todas delante y elimina los criterios intelectuales básicos
para discriminar entre ellas. El joven que se encuentra en ese espejismo de
libertad muere, como el asno de Buridán, de hambre, de pereza e incompetencia, por
pura indiferencia, con un documento oficial a su nombre que apenas vale nada.
martes, 17 de abril de 2018
domingo, 8 de abril de 2018
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