Resistencia en Sobibor.
No todos fueron ovejas yendo al matadero
La
historia del campo de exterminio de Sobibor
tiene la cualidad de contribuir a la destrucción de diversos mitos o tópicos
más o menos arraigados. El principal es el de la pasividad de los judíos. El
campo de Sobibor fue desmantelado tras la revuelta en la que pudieron escapar
con vida 11 prisioneros. Uno de ellos fue Thomas Toivi Blatt, quien relata la
experiencia en el libro From the Ashes of
Sobibor. Su historia es tan alucinante que un guionista de cine que
presentara semejante trama como argumento para una película a un productor se
vería probablemente rechazado por escribir un guión tan excesivo. De hecho, la
historia fue llevada al cine, seguramente con el salvoconducto de tratarse de
una historia real. Un chaval de quince años que se ve envuelto en
persecuciones, que ve cómo son asesinados los miembros de su familia, cómo es
traicionado por amigos y ayudado por desconocidos, que se salva por
circunstancias únicas, casi imposibles de creer. Se trata de todo un libro de
aventuras, pero escrito con la lucidez estricta y el rigor gélido y sin
retórica del que carece de esperanza, del que ha renunciado al engaño. De hecho,
como él mismo reconoce, en varias ocasiones sufrió la incomprensión de los
demás. La más dolorosa, seguramente, fue la que tuvo lugar tiempo después de la
guerra con alguien de quien jamás lo hubiera esperado:
“In 1958, as a new immigrant to
Israel, I gave my manuscript to a well-known survivor of Auschwitz for his
comments. After three weeks, the only words he said were: “You have a
tremendous imagination. I've never heard of Sobibor and especially not of Jews
revolting there.” I was whipped many times by the SS in the Sobibor death camp,
but I never felt so sharp a pain as I did when I heard those words. lf he, an
Auschwitz survivor, did not believe me, who would? And so another twenty years
passed.”[1]
(pág. 22)
También
Elie Wiesel cuenta en La noche la
imposibilidad de creer lo que estaba sucediendo en los campos de Polonia.
Hannah Arendt sostiene que lo inverosímil de los crímenes perpetrados por los
nazis constituían al mismo tiempo una defensa ante las acusaciones, que nadie
creería. Esa barrera que la ilusión del progreso y la civilización impusieron
en buena parte de la mentalidad europea, se puede ver reflejada también en el
testimonio de Blatt, cuando se refiere a la distancia entre los judíos
franceses y holandeses que llegaban a Sobibor y los judíos polacos. Los
primeros eran recibidos con banda de música y viajaban en trenes de viajeros.
Los polacos llegaban en trasporte de ganado. Los primeros ignoraban su destino.
Los polacos lo conocían. Pero incluso al principio, entre los judíos polacos de
clase media-alta, entre los propios familiares de Blatt, existía una férrea
resistencia a creer lo que se contaba ya a finales del 41:
“On December 27, 1941, our roomer Kohn received a letter
from his son in Kolo. “For over a month now,” he wrote, “train-loads of Jews
have been suffocated with gas in special vans in a little-known village,
Chelmno.”
I was present when my parents and Kohn talked about it. The
adults considered it a fabricated story, and it made little impression on them.
“It's impossible,” they said. “It's a fairy tale. Even Germans couldn't do such
terrible things! The worst bandit cannot murder this many innocent people!
After all, we live in the twentieth century!”[2]
” (pág. 50)
La
cuestión recuerda la inocencia de Freud, inconcebible en alguien de su
inteligencia, cuando infravaloraba la quema de sus libros en la universidad de
Viena, pensando que en la Edad Media sería él el quemado. A diferencia de
Freud, Joseph Roth no malinterpretó las señales y en artículos tan tempranos
como los que componen el imprescindible libro La filial del infierno en la Tierra, entre 1933 y 1935, diagnostica
con lucidez el mal que se avecina, que acaso era ya imparable en esos momentos.
Precisamente
por eso, la posibilidad de enfrentarse al enemigo nazi quedaba materialmente
bloqueada. No se trataba de una banda de pervertidos criminales. La operación
de exterminio fue puesta en marcha por la maquinaria de un Estado moderno,
avanzado tecnológicamente y con estructuras e instituciones de poder ante las
que el individuo está expuesto y casi sin defensa. Al menos, ciertos
individuos. Uno de los elementos sociológicos y políticos que neutralizan la
rebelión es el conjunto de inercias y automatismos institucionales, económicos
y técnicos que pueden caer bajo la denominación psicológica de esperanza. No se
trata de mero psicologismo. El carácter progresivo y legal de las medidas
contra los judíos en el contexto de una confrontación bélica reducen el margen
de resistencia a niveles estadísticamente despreciables. Ese callejón sin
salida fue vivido en propia carne por Blatt. Christopher Browning, autor del
estudio Ordinary Men, se hace eco en
el prólogo del libro de Blatt de esa situación y del cambio que se produce
cuando esos automatismos dejan de operar o de tener sentido. Por decirlo
metafóricamente, cuando la esperanza
desaparece:
“Why, after all, would the
Germans be so irrational as to kill off the skilled Jewish laborers so useful
to the German war effort? Given the disparity in power between the Germans and
their victims, and the credible threat of collective retaliation for any
obstruction of the deportation process, resistance did not seem rational.
Hiding during the roundups and making oneself valuable to the German economy at
other times seemed to be the most sensible response for most Jews in Poland in
the disastrous year of 1942.
By 1943 the evidence of the
Nazis’ ultimate goal was undeniable, the threat of collective retaliation lost
its meaning, and Jewish response began to change. The resumption of deportations
from the Warsaw ghetto in January 1943 met with resistance, and the Germans
retreated. The final German attack on the ghetto in April encountered tenacious
and prolonged resistance. In July the inmates of the Treblinka extermination
camp staged an uprising and breakout. In August the Germans encountered
resistance in liquidating the remnant of the Bialystok ghetto. The Sobibor
uprising and breakout in October 1943, in which Blatt was a participant, was
thus part of a wider trend in altered Jewish response in Poland.”[3]
(Pról., pág. 19)
Esa mecanismo punitivo de la responsabilidad colectiva que
el nacionalsocialismo puso en práctica con la población judía y con la de los
países ocupados impone como política estatal sobre masas de población, que por
la inercia de los grupos no se comporta jamás como un individuo, los mecanismos
de sumisión en sus dos caras: temor y esperanza, que son , por tanto,
categorías políticas que aluden a dispositivos de poder. Es el Estado el que
procede a categorizar administrativamente a los sujetos bajo su autoridad en
función de parámetros grupales, identitarios, de los que apenas se puede
escapar y que los condenan a la marginación o a la corriente mayoritaria. El
sujeto responde por los actos atribuidos al grupo de pertenencia impuesta por
el Estado, independientemente de su conducta individual. El judío era designado
tal por la administración del Tercer Reich en función de criterios claramente
delimitados, con las consecuencias que eso entrañaba, y lo que el individuo concreto
sobre el que reposara tal categoría sintiera al respecto era por completo
irrelevante. El ser (ser judío,
mestizo, ario...) lo impone el Estado. Los sujetos subsumidos en esa red
administrativa y policial responden a los impulsos predominantes en el grupo,
marcando la tendencia. Sólo unos pocos logran sustraerse a la marea de la masa
construida estatalmente.
Y, en el caso de los judíos polacos, seguramente de
manera mucho más acusada que en el de los alemanes, se ha de añadir el caldo de
cultivo de un antisemitismo que
cubría los espacios a los que no llegaban los alemanes:
“The
fact was that when a Jew took off his Star of David armband and left the
ghetto, the Germans, who knew the Jews only from Nazi propaganda posters as
having low foreheads and long curved noses, could not distinguish him from the
rest of the population. Therefore, to escape being recognized by the Nazis was
a real possibility for the Izbica Jews. The greater problem was the local
citizenry. They were particularly good at recognizing Jews; they had lived with
us for hundreds of years. Not only adults, but also teenagers and even
children, would wait for an ocasión when Jews tried to escape; first they would
mock, beat, and rob a Jew, then hand him
over for a reward of vodka or sugar.”[4]
(págs. 76-77)
Y no sólo
Polonia sino casi toda Europa se convierte en un lugar invivible, en una
prisión para el judío. No es imposible que la orquesta del campo, que, según
cuenta Reder, seguía tocando impasible mientras las cámaras de gas estaban en
pleno funcionamiento, hubiera
interpretado la 9ª Sinfonía de Beethoven, el Himno
a la Alegría de Schiller, como símbolo de la Europa que miró
para otro lado. Esa orquesta simboliza la ceguera cómplice de la mayor parte de
la Europa del momento.
A esa esperanza institucionalizada y generalizada que
bloquea la rebelión hace referencia varias veces Blatt a lo largo de su
narración. La libertad del individuo se juega en liberarse de esas cadenas del
miedo y la esperanza. El hombre libre no es el que pierde la esperanza o el
temor, sino el que gana la libertad de
no esperar nada, de no temer ya nada:
“We knew that the uprsing was
an act of desperation. A handful of people, devoid of hope, doesn´t expect to
gain its freedom. All they want is to take revenge and die with honor, to fall
fighting.”[5]
(pág. 129)
Así como para el estoicismo clásico la felicidad no se
alcanza por medio de la virtud, sino que es la virtud misma, la libertad no se
alcanza con la rebelión ante el terror totalitario. La libertad es la rebelión.
De ahí
que su modo de enfrentarse a su destino en las cámaras de gas sea muy similar
al de la mayoría de los supervivientes. El sujeto ha sido reducido a instintos
primarios. Los sentimientos contribuyen al sometimiento, a la destrucción. La
frialdad de una inteligencia desesperanzada es la única posibilidad de
resistir:
“Not for a moment did I think about or let myself
feel any emotion over the loss of my mother, father, or brother. I seemed to
know instinctively that any such self-indulgence would destroy me.”[6]
(pág. 33).
“I never saw anyone cry in Sobibor.”[7]
(pág. 157).
Saber que
se está condenado a muerte y, lo que acaso sea peor, condenado a sobrevivir
entre tanta muerte, es decir, condenado a la certeza de que salvarse suponía
cierto grado de colaboración, impone una escritura al límite, una claridad a
fogonazos, una racionalidad innegociable, desesperanzada, despiadada. La necesidad
de narrar eso no deja resquicio más que para la verdad cruda y amarga, el
relato fiel y sin concesiones.
Toivi
Blatt, From the Ashes of Sobibor,
Wlodawa, Muzeum Pojezierza Leczynsko-Wlodawskiwgo, 2008, prólogo de Christopher
R. Browning, 340 págs.
[1] “En 1958, como nuevo inmigrante
en Israel, di mi manuscrito a un conocido superviviente de Auschwitz para que
me diera su opinión. Después de tres semanas, las únicas palabras que dijo
fueron: “Tienes una imaginación tremenda. Jamás había oído nada de Sobibor y
especialmente de una revuelta de judíos allí.” Yo sufrí latigazos por parte de
los SS muchas veces en el campo de exterminio de Sobibor, pero nunca sentí
dolor tan agudo como cuando oí esas palabras. Si él, un superviviente de
Auschwitz, no me creía, ¿quién lo haría? Y así pasaron otros veinte años.”
[2] “El 27 de
Diciembre de 1941, nuestro inquilino Kohn recibió una carta de su hijo en Kolo.
“Durante un mes aproximadamente,” escribió, “judíos cargados en trenes han sido
ahogados con gas en furgonetas especiales en una población poco conocida,
Chelmno.”
Yo estaba
presente cuando mis padres y Kohn hablaron sobre ello. Los adultos lo
consideraban una historia inventada, y causó poca impresión en ellos. “Es
imposible,” decían. “Es un cuento de hadas. ¡Ni siquiera los alemanes harían
cosas tan terribles! ¡El peor bandido no asesinaría a tantos inocentes!
¡Después de todo, vivimos en el siglo veinte!” ” (p. 50)
[3] “¿Por qué, después de todo, serían los alemanes tan
irracionales como para matar a los trabajadores cualificados judíos tan útiles
en el esfuerzo bélico de Alemania? Dada la disparidad de poder entre los
alemanes y sus víctimas, y la creíble amenaza de represalias colectivas ante
cualquier obstrucción del proceso de deportación, la resistencia no parecía
racional. Esconderse durante las redadas y hacerse uno mismo valioso para la
economía alemana en otros momentos parecía ser la respuesta más sensible para
la mayoría de judíos en Polonia en el desastroso año de 1942.
En 1943 la evidencia del objetivo último de los
nazis era innegable, la amenaza de las represalias colectivas había perdido su
significado y la respuesta de los judíos empezó a cambiar. La reanudación de
las deportaciones desde el gueto de Varsovia en enero de 1943 encontró resistencia,
y los alemanes se retiraron. El último ataque alemán al gueto en Abril se topó
con una resistencia tenaz y prolongada. En Julio, prisioneros del campo de
exterminio de Treblinka montaron un levantamiento y una fuga. En Agosto, los
alemanes encontraron resistencia en la liquidación del remanente en el gueto de
Bialystok. El levantamiento y la fuga de Sobibor, en Octubre de 1943, en el
cual participó Blatt, fue así parte de una tendencia más amplia en la nueva
respuesta judía en Polonia.”
[4] “El hecho era que cuando un judío
se quitaba la banda del brazo con la Estrella de David y abandonaba el gueto,
los alemanes, que sólo sabían de los judíos por los carteles de propaganda que
los muestran con frentes bajas y narices largas y curvadas, no podían distinguirlo
de resto de la población. Por eso, librarse de ser reconocido por los nazis era
una posibilidad real para los judíos de Izbica. El mayor problema era la
ciudadanía local. Ellos eran particularmente buenos reconociendo judíos; habían
vivido con nosotros durante cientos de años. No sólo los adultos, sino también
los adolescentes e, incluso, los niños esperaban la ocasión en que los judíos
intentaran escapar; primero se burlaban del judío, le golpeaban y le robaban,
después lo entregaban a cambio de una recompensa en vodka o azúcar.”
[5] “Nosotros sabíamos que el
levantamiento era un acto de desesperación. Un puñado de gente, desprovista
[devoid] de esperanza, no espera ganar su libertad. Todo lo que quieren es
vengarse y morir con honor, caer luchando.”
[6] “Ni por un momento pensé en la
pérdida de mi madre, de mi padre o de mi hermano, ni me permití sentir emoción
alguna. Me pareció saber instintivamente que cualquier cosa parecida a la
auto-indulgencia me destruiría.”
[7] “Jamás vi a nadie llorar en
Sobibor.”
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