La orquesta seguía tocando.
Rudolf Reder, superviviente de Belzec
En Marzo de 1942
comienzan a funcionar las cámaras de gas de Belzec.
El campo de exterminio de Belzec, a diferencia de los complejos de Auschwitz
o de Majdanek,
tenía una extensión bastante limitada (poco más de 7 hectáreas). Su cometido
consistía exclusivamente en el asesinato de judíos. Es el primer campo de esa
naturaleza dentro de la Operación
Reindhart (el campo de Chelmno,
que empieza a operar antes casi de modo experimental, emplea camiones para el
asesinato de las víctimas y no se encuadra en ese programa). Resultado: unos
450 mil muertos por monóxido de carbono, según Raul Hilberg, unos 600 mil,
según la enciclopedia del Holocausto de Yad Vashem. Los cuerpos de las víctimas
son enterrados en masa. Posteriormente, dentro de la acción 1005, se
procede a la incineración de los cadáveres. Dada la proximidad del pueblo de
Belzec, el hedor era inevitablemente percibido por la población del lugar. El
campo está en funcionamiento hasta Diciembre del 42, menos de un año[1].
El ritmo de producción de muerte en esa cadena de montaje industrial destinada
al exterminio alcanza cotas difícilmente imaginables. Luego es transformado en
una granja que queda al cargo de un guarda ucraniano.
En Bélzec no había selección alguna. El destino ya estaba fijado con un margen
de error que tiende a cero. Sólo un grupo reducido de prisioneros son
provisionalmente mantenidos con vida unos meses para llevar a cabo las labores
de apoyo al exterminio: evacuación e incineración de los cadáveres.
Pero dentro de ese ínfimo margen de error estadístico se
encontraron tres personas: Rabbi Izaak
Szapiro, Chaim Hirszman y Rudolf Reder. Tres supervivientes y,
por tanto, tres testigos de uno de los centros diseñados para el exterminio
industrializado de población civil por parte de un Estado. Conocer la
estructura del campo y su forma de funcionamiento ha sido posible gracias a sus
testimonios. Uno de ellos, Rudolf Reder,
relata su experiencia en un libro titulado Bélzec.
Además, testificó en la Comisión Especial de Investigación de los Crímenes
Alemanes y suministró los datos suficientes para reconstruir la estructura del
campo. Reder pasa allí unos cuatro meses. Por una serie de causas que convergen
felizmente, consigue escapar. En su obra cuenta cómo su fuga fue posible sólo
porque, como miembro de los equipos de trabajo que colaboraban con los nazis,
pudo salir del campo a recoger un cargamento de planchas metálicas en noviembre
de 1942 y aprovechó el descuido de los miembros de la Gestapo que lo
custodiaban para escapar.
Con una economía estilística envidiable, característica, por
otro lado, de la mayoría de los supervivientes
que han dejado testimonio de su paso por el infierno, incapaces materialmente
de entregarse a retóricas de ningún tipo, ni a la consecuente banalización del
horror, Reder muestra la desnudez absoluta del condenado por la maquinaria
nazi. La ropa aquí apenas significa nada. Es una desnudez más radical, más
íntima, más definitiva la que Reder nos muestra, dentro de los estrechos
márgenes de la palabra. La muerte es rutinaria, lógica, la primera certeza
indudable del prisionero, una suerte de muero luego he existido contracartesiano:
Death was certain, and what was the point of
going on suffering? The dollars in Belzec helped us - to die easier... [2]
En ese proceso, la deshumanización integral ha sido
consumada por medio de la igualación penitenciaria. Y, así, se produce la
destrucción del individuo como tal. La muerte no llega con el último aliento de
vida. La muerte está presente mucho antes, en cada momento por el que el sujeto
pasa, reducido a un montón de músculos cada vez más inútiles, a unas constantes
vitales en descenso, a una descomposición acelerada, visible. Como cierta a
apuntar uno de los personajes entrevistado por Lanzmann en Shoah,
son “muertos en prórroga”.
Los campos proceden a eliminar un excedente demográfico (los
judíos de Europa) metódicamente relegado con anterioridad al ámbito, no ya de
lo inhumano, sino de lo vírico, de lo antinatural:
We moved
around like people who had no will anymore. We were one mass. I know a few
names, but not many. Who was who and what their names were, in any case, were
matters of complete indifference.[3]
El funcionamiento del campo, en mitad de un boscoso paraje
de belleza inquietante que proyecta sombras sobre las sombras, sobre las
cenizas, sobre el humo, se mantiene con una cotidianidad civilizada, propia de
una nación culta, con refinada sensibilidad artística, en la cúspide de su
progreso cultural, científico, político. En todos los campos de la muerte había
banda musical, buena prueba del indudable carácter progresista y civilizado de
la sociedad nacionalsocialista alemana, y de su sensibilidad artística. Según
cuenta, por ejemplo, Toivi Blatt,
en el campo de exterminio de Sobibor la orquesta de música recibía a los judíos
procedentes de Francia y Holanda horas antes de que fueran convertidos en humo.
Rudolf Reder también recuerda la banda musical. Él, químico de profesión, sin
ser escritor profesional, logra en cuatro palabras toda la potencia poética de
la sencillez verbal más limpia, más austera, más verdadera. En una sola frase
consigue ser implacable y sencillo, despiadado y preciso, como sólo lo
verdadero puede serlo. Así, con la combinación más escueta y sobria posible, la
más colmada de verdad y fuerza literaria, Reder cuenta cómo la música sonaba
mientras las cámaras procedían al gaseamiento de los judíos. Ese milagro vital,
sobrevivir al Horror y contarlo, exigía el correspondiente milagro de la
palabra, condensado en apenas cuatro vocablos (the orchestra was playing):
At the
same time the wails of the people being suffocated in the chambers were
audible, the orchestra was playing...[4]
Pocas frases condensan con tanta potencia literaria el
verdadero horror del exterminio: «La
orquesta seguía tocando…» Y no deja de ser notable y significativo que su
autor no sea un poeta célebre, un escritor renombrado, un intelectual
consagrado, sino un simple sujeto humano que se ha visto incrustado en una
encrucijada de la Historia e inmerso en el horror. Su palabra es el eco que nos
llega, sin mancha de estilo ni violencia de la prosa, tan puro como es posible desde
el corazón de las tinieblas. El conocimiento (la verdad), según dictamen
platónico, es recuerdo, no conmemoración. El superviviente recuerda y relata lo
recordado, con el rigor escrupuloso del que no se engaña, del que ya no puede
entregarse a engaño alguno, después de haberse enfrentado cara a cara con el
horror, con la verdad, cegadora e insoportable, después de haber tenido que
ser, incluso, parte de ese horror. Si hay algo que el superviviente nos enseña
y ese mecanismo de olvido institucional, de adjetivación obscena, de ignorancia
solemne con pose de compromiso, que es la conmemoración
espectacular
neutraliza es esto: que siempre, a pesar
de todo, «la orquesta seguía tocando…»
Rudolf
Reder, Belzec, Cracovia, Judaica
Foundation Auschwitz-Birkenau State Museum, 1999, traducción del polaco al
inglés de Ryszard O. Ores y prólogo de Jan Karski.
[1] YITZHAK ARAD, Belzec, Sobibor, Treblinka. The Operation
Reinhard Death Camps, Bloomington and Indianápolis, 1987, pp. 24, 29.
[2] «La
muerte era cierta. ¿Qué necesidad había de seguir sufriendo? Los dólares en
Bélzec nos ayudaban… a morir más deprisa».
[3] «Nos
movíamos en círculos como gente que no tiene ya voluntad. Éramos una masa. Sé
unos pocos nombres, pero no muchos. Quién era quién y cuáles eran sus nombres,
en cualquier caso, era una cuestión completamente indiferente».
[4] «Al mismo tiempo que los gemidos
de la gente que estaba siendo asfixiada en las cámaras era audible, la orquesta
seguía tocando…»
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